LIDES DE LA MEMORIA. VICTORIA DE LA
AMNESIA.
Muchos tenemos la
impresión de que está siendo ahora, en estos últimos años de crisis y
depresión, cuando estamos aprendiendo un poco de vocabulario económico. Eso es
cierto. No obstante, lo que no es correcto es que asistamos a fenómenos
novedosos o inéditos desde el punto de vista del acervo administrativo o hacendístico.
Nada nuevo hay bajo el sol, y menos en este país donde de forma cíclica y
reiterativa, se vienen produciendo los mismos fenómenos que nos han llevado a
tantas guerras civiles y tan pocas de independencia y a tantas desgracias de
toda índole cuyo origen se encuentra, precisamente, en una malísima política
económica, siempre supeditada al poder de las élites.
Decir que Felipe II
tuvo que declarar dos bancarrotas de estado, o que el Rey Mundo (Felipe IV)
dejó su hacienda vacía como resultado de la ineptitud de sus validos, y en
concreto del Conde Duque de Olivares, no es más que citar datos históricos de
tiempos remotos. Pero, si estos datos los analizamos y hacemos un ejercicio
objetivo de similitud correlativa histórica, veremos que esto ni es raro ni es
temporal. Es más, quizá lleguemos a la inquietante y no menos terrorífica
conclusión de que este país llamado España lleva cometiendo los mismos errores
desde que la bautizaron así, cual vástago gigantesco del matrimonio entre los
llamados Reyes Católicos.
Déficit Público, ese
término por el que parece que debemos cambiar nuestra constitución, renunciar a
nuestras libertades, a nuestro presente económico y al futuro de bienestar de
nuestros hijos, es una constante en la
Real hacienda Española. No ha existido un solo período histórico en el cual
España no haya saldado sus cuentas públicas con clamorosos déficits. Además,
eran tiempos en que la moneda se devaluaba de forma “petroanalógica”, es decir,
como no existía el papel moneda, se disminuía el metal o la pureza del mismo
para que el valor facial de la moneda fuera superior al valor del metal que la
componía, llamado valor intrínseco. Esto se hacía en el caso del oro y la plata,
monedas cuya devaluación reportaba pingües beneficios al tesoro real. En el
vellón o cobre, la forma era menos sutil: llevabas tus piezas de ocho maravedís
a la Real Casa de la Moneda, y ellos ponían un sello en las monedas y cuando
salías del recinto, tus monedas de a 8 se habían convertido, milagrosamente, en
monedas de a dieciséis maravedís.
Cuando esto ocurre en
una economía donde la oferta no es capaz de satisfacer la demanda y, debido a
la devaluación, la gente tiene “más dinero” nominal, se produce un fenómeno
inmediato: la inflación. Así, tasas que hoy serían apocalípticas, eran en esos
tiempos tan normales como la lluvia en primavera.
Otro término muy
actual, el gasto público, era poco menos que “intocable” en la época. Los
reyes, sus validos, sus ministros, sus cortesanos, sus tercios y su ejército no
sufrían recortes en las cuantías destinadas a ellos. Era el pueblo llano el
que, en todo caso, los sufría. La solución para frenar un poco el déficit era,
como no, el aumento de la presión fiscal, o de lo que hoy llamamos impuestos.
Hay una curiosa
anécdota al respecto. Fernando VII, el felón absolutista, luego de rechazar la
constitución de 1812 y regresar al absolutismo, mando torturar a su ministro de
hacienda, de cuyo nombre no me acuerdo. El motivo era que, ante el alarmante
crecimiento del déficit, este buen señor había aconsejado al Rey que
disminuyera el gasto público, argumentando que el déficit se componía de
ingresos púbicos menos gastos públicos, sobre todo el destinado a lujos reales
y al ejército colonial. El monarca lo acusó de sedición y fue torturado para
ver si era un infiltrado de los gabachos. En esta tortura, sus tendones de la
mano derecha fueron cortados y el hombre quedó manco. Años más tarde, ante la
catastrófica situación de las cuentas reales, Fernando VII volvió a contar con
él. Desde ese momento, cada vez que entregaba al Rey un informe, lo hacía con
la mano manca, cosa que producía una evidente contrariedad en el rostro del monarca,
para regocijo del mutilado.
Otro fenómeno muy en
boga en aquellos tiempos fueron los recortes de monedas. Los agiotistas
(especuladores banqueros a la usanza de la época), solían recortar los bordes
de las monedas de metales nobles que recibían en depósito, cambiándolas por
monedas enteras y lanzando a la circulación fiduciaria las recortadas. Esos
sobrantes de metal se fundían y se convertían en lingotes, como forma más fácil
y menos arriesgada de acumular la riqueza, materializada en metales preciosos.
El resultado para la economía volvía a ser el empobrecimiento, en este caso, de
capas más pudientes.
Las mezclas de metales
con el objetivo de disminuir la ley del metal y aumentar el gap entre valor
nominal o facial y valor intrínseco o del metal también se llevaba a cabo
profusamente, aunque sus proporciones eran más limitadas, dada la complejidad
del sistema.
Finalmente no hay que
desdeñar la falsificación de moneda, sobre todo de plata, cuestión que
enriqueció a no pocos para perjudicar a todos. Pocos castigos ejemplares se
aplicaban a este delito, principalmente por la dificultad en localizar a los
responsables.
El Banco de San
Carlos, primer banco público español, nace en el siglo XIX, y trata de
monopolizar para el Tesoro Real una cuestión tan importante como lo era
entonces la circulación fiduciaria y sus aplicaciones bélicas y societarias.
Entre sus primeras medidas está la creación del papel moneda. La aparición del
papel moneda supone otra vuelta de tuerca en el largo proceso de solución de
los problemas relacionados con el dinero. También era el encargado de ejecutar
las decisiones sobre política monetaria adoptadas por los ministros de la
corona.
Pero este punto
tampoco estuvo falto de inconvenientes y errores en su proceso de nacimiento. Con la deuda pública ya existente, y
reconocida su eficacia para financiar guerras patrióticas y gastos suntuarios
de la corona, se llegó a un punto delirante, muy gráficamente descrito por la
cuestión de los “Vales Reales”. Estos Vales eran títulos de deuda pública
soberana emitidos por el tesoro y destinados a inversores. Además, la normativa
que regulaba su creación y funcionamiento ordenaba que todos los Ayuntamientos
debían suscribir un determinado importe de su liquidez en estos Vales. Los requerimientos
a los Ayuntamientos se fueron incrementando, hasta que llegó el momento en que
los consistorios locales, sin liquidez, tuvieron que pagar a sus acreedores en
Vales Reales, dando inicio así a una espiral que desembocó en la conversión de
los títulos de deuda en dinero, siendo generalmente aceptados para el tráfico
normal de la economía de la época. Los suscriptores, claro está, ya sabían que
jamás iban a recuperar su inversión. Otra jugada de perogullo de nefastas
consecuencias en la estructura económica de la época.
Isabel II logró poner
en circulación una moneda-depósito, acuñada en oro de 999 milésimas y de 100
pesetas de valor nominal. El objetivo era que, una vez perdidas las colonias de
ultramar, esta moneda fuera usada al estilo del dólar, la libra esterlina, el
Florín napolitano o el excelente de Granada.
Pero, como es obvio,
esa medida funciona cuando se dispone de mucho metal para acuñar y cuando las
relaciones mercantiles entre los estados son “normales”. La mala noticia era
que en este supuesto no ocurría ni una cosa ni la otra. Al final, esa moneda
quedó como pieza numismática para coleccionistas, muy codiciada, por cierto.
Así, la historia
económica de España fue jalonando su andadura de grandes barbaridades, ausencia
total de sentido común y prioridad absoluta de las élites en el reparto de la
riqueza.
Los monarcas
posteriores, abortada ya la “peligrosa” República Democrática Federal – Cantonal,
que no llegó a tener ni texto constitucional, España retomó el camino de la monarquía, y con
ella, de nuevo la estructura tradicional: Rey-Validos-Ministros-Oficiales de
Altísimo Rango-clases improductivas-militares y pueblo llano. Todo un circuito
desde la opulencia hasta la más mísera de las pobrezas. Y como es obvio, la
injusticia social genera malestar social y este se traduce en disensiones
interiores (y exteriores) de más o menos calado, pero generadoras de más guerra
y más pobreza.
El analfabetismo, gran
aliado del poder por los siglos de los siglos, afectaba al 90% de la población.
La religión, también aliada en el recurso a la sumisión del pueblo indignado,
continuó haciendo su labor y los cuerpos represivos, pergeñados de matones a
sueldo, hacían el resto. En este escenario llegamos al nacimiento del siglo XX,
que para muchos no podía ser peor de lo que había sido el XIX…¡cúan equivocados
estaban!
Porque el siglo XX fue
la guinda que colmó el pastel. En condiciones “normales”, el desastre hubiera
sido de ciclópeas dimensiones, pero, como dice el refranero “Dios aprieta, pero
no ahoga”. Y ocurrieron una serie de sucesos de índole calamitosa pero allende
nuestras fronteras que, a la postre, resultaron ser beneficiosos para España.
Estos fueron la Gran Guerra y la Guerra contra Marruecos.
Pero eso será otro
día….
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