viernes, 29 de abril de 2016





EL HIJO DEL CATEDRÁTICO

La pseudo- ciencia, ignora los sentimientos y los valores humanos y morales . La educación debe consistir en una mezcla equilibrada de ambos conocimientos. De lo contrario, la persona resultante, nunca estará preparada para realizarse a sí misma ni para ser útil a la sociedad ni a la familia”.
(Don Manuel Siurot Rodríguez, Pedagogo).


Era Don Anselmo Rueda Risco un afamado y muy considerado catedrático de Historia Contemporánea de España. Había escrito tres libros, referentes y de lectura obligada para estudiantes y amantes de esta disciplina. También había impartido innumerables conferencias y realizado ponencias en todo tipo de foros, así como colaboraciones en revistas especializadas y algunos coqueteos con la poesía y la narrativa poética en prosa;  personalmente su reputación era intachable.

Hombre flemático, metódico y  perfeccionista, tenía un aspecto externo muy acorde con lo que representaba. Era alto, no mal parecido y muy atildado en el vestir. Sus maneras le delataban como persona  educada y correcta, y era admirado por casi todos los que le conocían. Sus pocos detractores, le tachaban de “arrogante  y postinoso”.

Ya catedrático, y con veintisiete años,  contrajo matrimonio con Doña Julia Delgado Reinosa, una mujer de buena familia y muy bella a la que había reducido a un espectro tras veinte años de matrimonio,  a causa de su intransigencia, su arrogancia y su desprecio por las mujeres, a las que consideraba seres inferiores defendiendo con vehemencia esa tesis. Al respecto, era su frase favorita “propter sexus imbecili tatum” . Las creencias religiosas y la fe de su esposa habían evitado una dolorosa ruptura de esa unión, porque ella era consciente de que aquel hombre acabaría por consumirla a base de tristeza y desprecios. Ella y aquellos que le conocían bien decían que era tan docto e inteligente como insoportable y tan metódico y responsable como carente de nobleza y de valores humanos.

Nacieron de ese matrimonio tres vástagos. La mayor se llamaba Adelaida, y era una joven retraída, tímida y de semblante triste; su padre la había condenado a la incultura y a ser mujer de su esposo, a quien sin duda, elegiría él mismo,  y que debía ser una eminencia entroncado con la aristocracia. Luego iba Mercedes, que era un calco de su hermana en todos los aspectos, incluso en el físico, aunque se llevaban cerca de tres años. El pequeño, nacido en 1904 y de nombre Anselmo, era el que debía ser el orgullo de la familia y el que debía cumplir todos los deseos y sueños que su progenitor no había logrado. Era un joven tímido por demás, pero dotado de un talento excepcional para el arte, cualidad que había heredado de su madre, Dª Julia, mujer de una sensibilidad y talento artístico reprimido por las costumbres de la época. El pequeño Anselmo,  con once años,  era capaz de interpretar polonesas de Chopin, sonatas de Rachmaninoff y al órgano, tientos , fugas y tocatas de Cabanilles, Cabezón y del mismísimo Bach.

 A los trece años, y sin recibir clases ni nociones básicas de pintura, creaba cuadros impresionistas que dejaban boquiabiertos a los pocos que podían contemplarlos, porque Don Anselmo impedía que los entendidos en arte los viesen.

Es muy ilustrativa la siguiente anécdota: a los quince años, el joven Anselmo faltó a una clase de latín y el colegio lo puso en conocimiento de su padre. Este le infligió un severo castigo consistente en una semana encerrado en el desván. El joven  pidió diez pellas de barro y en dos días modeló una réplica de “El pensador” de Rodin,  que era impresionante y demostraba una técnica y una expresividad que realmente lo convertían en un artista sumamente prometedor. En ese retiro mejoró ostensiblemente su técnica para  el violín, siendo capaz de interpretar a la perfección a Paganini y a Vivaldi. Aún le sobró tiempo para componer un cuarteto para cuerda que interpretaría veinticuatro años más tarde y que fue un éxito rotundo.

Pero Don Anselmo ya tenía planificada la vida de su hijo, y su idea no pasaba precisamente por la carrera artística. Su hijo debía ser un insigne doctor en Leyes y su meta debía ser el gobierno de la España de los primeros años del siglo veinte, y, por descontado, en las filas del Partido Conservador, pero lejos del malogrado Antonio Maura y de la Liga Regionalista del gran Cambó. Así, intentó minar la vocación artística de su hijo, a base de severos castigos que denotaban una ausencia total de sentimientos y de respeto, unos rasgos que poseía en grado supremo.

Terminado el bachiller, obligó al joven Anselmo a cursar la carrera de Leyes, en contra de su voluntad y tras crudas y agrias discusiones rayanas en la violencia física. Tuvo, así, el joven Anselmo que obedecer a su padre para evitar a su madre más sufrimientos.

Corría el año 1922 cuando el joven comenzó la carrera de Derecho en la Universidad Pontificia de Salamanca, la más afamada del país.

Apenas tres meses más tarde, durante las vacaciones de navidad, y casualmente mientras paseaba por el centro de Huelva, se encontró con su antiguo maestro, Don Manuel, al que profesaba gran cariño y devoción. 

De él lo había aprendido todo, pero especialmente a ser una persona plena de sentimientos y de valores, coherente y digna, además de ser sobresaliente en  las materias que constituían el plan de estudios de su época .

Insistía Don Manuel en la importancia de los sentimientos y de los valores, atributos a los que otorgaba el mismo rango que la sabiduría y la cultura. Solía decir que la pseudo-ciencia convierte a los hambres doctos sin sentimientos ni valores en simples compendios de conocimientos similares a libros vivientes. Aquel encuentro casual cambiaría la vida del joven para siempre, porque tras un efusivo abrazo, el  antiguo pupilo pidió encarecidamente a Don Manuel que le dedicara media hora de su tiempo. A pesar de que Don Manuel casi llegaba tarde a una importante reunión, leyó en los ojos de Anselmo una ansiedad y un sufrimiento que le hizo aparcar sus obligaciones para entregarse a la petición de su antiguo alumno.

Sentados en un velador, frente a sendos y humeantes cafés, Don Manuel le recordó tiempos pretéritos, le dio la confianza que necesitaba para que se abriera en sus sentimientos y le imprecó a que le contara aquello que, evidentemente, le producía una gran desazón.

-          Mi querido profesor, llevo desde octubre en la Universidad de Salamanca. Mi padre me ha obligado a matricularme en Leyes, y, como usted sabe, yo llevo el arte en mis venas.  –dijo visiblemente afectado, y siguió - mi pobre madre, reducida a un espectro por la arrolladora y violenta personalidad de mi padre, no ha tenido fuerzas ni para protestar. Ahora, después de tres meses, ya todo se me hace insoportable. ¡Necesito que me ayuda! – imprecó Anselmo sollozando.

Quedó Don Manuel callado durante unos pocos minutos. Sin duda, aquello le había impactado, y el amor que sentía por sus alumnos constituía parte del más elevado del escalafón de sus valores como persona y como pedagogo.

-          Querido Anselmo, tú eres una persona dotada para el arte. Reconozco que tu inteligencia permitiría que obtuvieses buenas calificaciones en cualquiera de las carreras que pudieras emprender en tu vida…pero tu vocación, tus dotes innatas, tu voluntad, tu honestidad, tus sentimientos nobles…. ¿no pesan lo suficiente para convencer a tu padre? – dijo Don Manuel.
-          Cada día recuerdo sus enseñanzas, sus consejos, sus reiterados consejos acerca de los valores morales y de los sentimientos como parte importante e imprescindible de la formación humana….pero mi padre es un obstáculo porque carece de todo eso que yo he procurado siempre tener en cuenta y que usted me ha enseñado.
-          Los suponía – dijo el maestro – y ahora, a tus 18 años ves claramente y sufres en tus carnes el exceso de sabiduría frente a la carencia de sentimientos y valores. ¿es tu padre así?
-          Así es.
-          ¡El docto y respetabilísimo catedrático de Historia de España Don Anselmo Rueda! Le conozco y entiendo tus lamentos, querido alumno.

El joven comenzó a sollozar en un llanto agudo, reprimido tan solo por lo público del lugar donde estaban. Don Manuel le abrazo, y le susurró al oído:

-          Te ayudaré, querido Anselmo, te prometo que te ayudaré.
-          Mi padre es un bárbaro, Don Manuel, un ser sin humanidad, sin valores… Me destrozó el violín, quemó muchos de mis cuadros e hizo añicos mis esculturas. Con lo único que no ha podido es con mi determinación y mi vocación. Es lo que me queda.
-   Demuéstrale que eres un valiente. Hazle ver sus carencias, su desequilibrio; aplica lo que aprendiste conmigo. Que se convenza que el saber sin sentimientos no sirve para nada –aconsejó el pedagogo.
-          Pero…¿cómo? Lo pagará mi madre y está tan débil y desmoralizada….

Don Manuel quedó meditando unos instantes, y al fín le dijo:

-          ¿qué quieres cursar?
-          Artes y literatura – respondió el joven.
-          Sigue mi plan, Anselmo. Haz lo que te voy a decir sin dudas y sin arredrarte lo más mínimo. Comenzaremos por plantear un viaje a Salamanca para el día 4 de enero. Vas a ver a Don Humberto Reyes Huertas, y con educación y respeto, le entregarás una nota que yo te daré ahora mismo. Luego me dejarás tu dirección y yo mismo iré a ver a Don Anselmo, tu docto padre. Te prometo que reanudarás tus estudios universitarios en literatura y artes.
-          ¿así de fácil? – dijo Anselmo.
-          Así de difícil – respondió el maestro sonriendo – confía en mí, haz lo que te digo.

La reacción del joven fue la de romper en llanto y abrazarse a su maestro reiterándole sus más sinceros agradecimientos.

-          Pero mi padre le critica a veces por su dedicación a los pobres – dijo el joven.
-          No me preocupa lo más mínimo. Eso es natural en las personas carentes de sentimientos.. Sabré domarle. No temas; estoy acostumbrado y sabré arreglármelas.

Siguieron su conversación que discurrió por otros derroteros. Mientras el joven hablaba, Don Manuel escribía. Terminada la reunión, se abrazaron con cariño y el antiguo profesor le entregó una cuartilla doblada dirigida a la persona que antes le mencionó. El joven hizo lo propio con su dirección y referencias personales.

Cuando se despidieron, el joven abrió la carta al no poder reprimir su curiosidad.
Decía así:
  

“Huelva, 29 de diciembre de 1925.
Sr. Doctor Don Humberto Reyes Huerta.

Muy señor mío:


El portador de esta carta es el joven Anselmo Rueda, (hijo del insigne catedrático Don Anselmo Rueda). Ha sido alumno mío y siempre he pensado que su talento natural para el arte en cualquiera de sus expresiones es único.


Sin embargo, y muy en contra de su vocación y voluntad, su padre le ha obligado a cursar la carrera de Leyes, y a fijarle como meta el ocupar un escaño en el parlamento, indicándole incluso el partido al que debe afiliarse.

Lo anterior le ha sumido en una profunda tristeza y desesperación, y el interés que demuestro por el futuro de este chaval es totalmente fundado ya que pocos de su valía recuerdo haber tenido en mi larga carrera pedagógica.

Te ruego anules su matrícula en Leyes y se la formalices en Letras (literatura) y en Artes, porque además de sus calidades, rebosa nobleza, sentimientos humanos y tiene muy asimilada la importancia de los valores en los futuros adultos que regirán los destinos de nuestra nación.

Es un árbol que ha crecido recto, fuerte y sano, pero que puede doblarse por los inadecuados deseos de su padre. Te pido este favor porque sé que sabes de lo que estoy hablando.

Recibe un fuerte abrazo.
Tuyo

Manuel Siurot Rodríguez.”



Mientras Don Humberto leía la nota de Don Manuel, éste hablaba con el insigne y docto catedrático de Historia D. Anselmo Rueda. Tras una larga conversación, el catedrático abrazó emocionado a Don Manuel y aprobó su acto de bondad respecto de su hijo.

El reconocido historiador le confesó que en su afán por poseer la sabiduría había olvidado a ser una persona, y que estaba arrepentido de las consecuencias de este error.

Ambos se despidieron efusiva y cordialmente, y desde ese día, Don Anselmo comenzó a ser una persona con valores  y sentimientos. Hizo una cura de humildad, pidió perdón a su familia, y procuró hacerlos felices y deshacer el daño causado a lo largo de tantos años de severidad y sinrazón.

El joven Anselmo acabó con excelentes calificaciones las carreras de Letras y Artes, y cursó estudios en el Conservatorio Superior de Música en armonía, contrapunto, composición, violín y piano, y de inmediato se consagró como un polifacético artista, descollando en narrativa, música y pintura.
  
Todo ello lo logró en seis años, estudiando día y noche, y dando gracias a Dios por ese encuentro casual pero fundamental que tuvo con su antiguo profesor con 18 años. Literalmente cambió su vida, la de su padre, y la de su madre y hermanas.


*          *          *          *          *          *          *          *          *          *          *


Años más tarde, en 1940, acabada ya la cruenta Guerra Civil española, falleció Don Manuel Siurot Rodríguez.

En el cortejo fúnebre y tras el féretro, caminaban cogidos del brazo dos personas de riguroso luto. Uno era el Catedrático de Historia de España Don Anselmo Rueda Risco y, cogido de su brazo y sin poder parar de llorar, caminaba el insigne pintor, músico y literato, Don Anselmo Rueda Delgado.

A pesar de esa gran pérdida y de su tristeza, ambos se consolaban sabiendo que dentro del féretro solamente iban los restos del insigne pedagogo D. Manuel Siurot, porque su alma, que horas antes había abandonado el cuerpo material, ya debía encontrarse en el parnaso que alberga lo etéreo y lo sublime; lo que habita en el cuerpo mortal y más tarde es reclamado para pasar la eternidad en una dimensión más acorde con su calidad humana y laureada por su abnegada labor entre los vivos menos dichosos.






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