sábado, 2 de abril de 2016



DE LOS BRAZO DE MORFEO A LO DESCONOCIDO
(Un relato onírico)

Serían las seis de la tarde de un caluroso día de julio, en la playa de la Concha en San Sebastián,  cuando después de una copiosa comida y de ingerir una buena cantidad de cerveza, nos tumbamos sobre nuestros colchones hinchables, tapamos nuestros ojos con una toalla, (ya que el sol era deslumbrante y estaba casi en su cénit) y, así, de tan placentera suerte,  caímos inevitablemente en los brazo de Morfeo.
Mientras,  la mar manejaba nuestro rumbo de forma caprichosa y carente de rumbo fijo. Y durante nuestro apacible sueño, que por tranquilo y agradable,  duró unas cuatro horas, flotamos en la mar salada, al albur de las mareas.
Al despertar,  el soleado día se había tornado en crepúsculo, y la noche acechaba con su pronta presencia. Me incorporé un poco sobre el colchón, y divisé a pocos metros de mí a otros dos compañeros. Los llamé con una fuerte voz, y ambos, remolones en el despertar, respondieron a mi llamada.
Nos acercamos los tres lo más posible. Comprobamos que faltaban dos: Fernando y Josema, pero tomamos conciencia de que estábamos perdidos en mitad del océano y que, sin sol, no teníamos referencia para orientarnos. Las estrellas ni la luna habían aparecido aún.
Conforme la noche se acercaba, pudimos intuir una luminosidad en una determinada dirección, y pensamos que allí debía estar la ciudad costera en la que pasábamos nuestras vacaciones.

Pegamos nuestras barrigas al colchón y, con los brazos, comenzamos a remar en la dirección que nos parecía la más apropiada, es decir, en el sentido en el que nos marcaba el resplandor luminiscente.
Así estuvimos unas horas. El esfuerzo era considerable, ya que la noche caía sin remisión, pero la evidencia de que el resplandor era cada vez más cercano nos animaba en nuestros esfuerzos.
No obstante, y debido a las corrientes marítimas, se nos hacía complicado avanzar, y la sed y la debilidad comenzaron a hacer mella en nuestros cuerpos. Solo nos animaba aquella supuesta cercanía al resplandor que las luces de la ciudad costera producían en las sombras de la noche oceánica.
El frío comenzó a ser un serio inconveniente, y nos cubrimos un poco con las toallas que habíamos usado para protegernos del sol unas horas antes.
Decidimos dejar de esforzarnos y descansar un rato, y así nos tumbamos sobre el colchón, cayendo todos en un profundo sueño que duró hasta el anochecer siguiente. Cuando despertamos el resplandor estaba más cerca, así que dedujimos que las olas nos habían acercado a la costa y, débiles y sedientos, comenzamos a remar con los brazos en la dirección del resplandor.
Pasó mucho tiempo hasta que llegamos los tres a la costa de aquella población. Dos de nuestros compañeros no estaban, y tampoco sabíamos de ellos, pero en la arenosa playa pudimos observar dos colchones inflados aún, y los reconocimos como suyos. Era muy posible que hubieran llegado antes que nosotros.
Nos sentamos en la orilla y comentamos la curiosidad que suponía el hecho cierto y común de que no experimentásemos ni sed ni hambre ni cansancio alguno, y sí una contenida euforia que nos hacía ver la negra mar nocturna como algo singularmente bello. Nos levantamos y nos dirigimos al pueblo.

Por lo que pudimos deducir, aquella ciudad no era la que buscábamos. El mar besaba suavemente la línea de costa, y tras la playa pudimos observar un pequeño y coqueto paseo marítimo y, al fondo, una  ciudad alumbrada por unas luces que daban la sensación de bruma, de tono rosado y, además, muy acogedora.
Comenzamos a pasear para ubicarnos y solicitar algún tipo de ayuda ya que, en rigor, nos encontrábamos perdidos.
Calculamos que debían ser las cuatro o las cinco de la mañana, y que no era una hora propicia para nuestro cometido. Pero, sin embargo, no estábamos cansados ni hambrientos y una euforia contenida predominaba en nuestros espíritus.
Abordamos el paseo marítimo, caminando con pausa, sin prisas de ningún tipo. Observamos que, cruzando una pequeña carretera, el pueblo tomaba forma. Pudimos ver los primeros edificios y unas calles largas y angostas que, seguramente, nos llevarían al centro de la ciudad.
Mientras caminábamos, hacíamos suposiciones e hipótesis sobre nuestra ubicación real. Habíamos partido de la playa de la Concha en San Sebastián, y creíamos estar, como muy lejos, en las costas atlánticas de Francia. Por suerte, todos nos defendíamos en la lengua francesa.
Localizamos a un par de peatones, un matrimonio de edad adulta, que caminaban cogidos de la mano y en completa relajación. Nos dirigimos a ellos:
-          Pardonez vous.  Nous sommes spagnols et maintenat nous ne savons pas oú est-ce que nous sommes. Pouves vous-nos aider? Síl vous plaît?
Los interpelados parecieron ignorarnos. Como si no nos hubieran visto. Siguieron su camino sin dar la más mínima muestra de haber oído nuestra petición. Lo intentamos con varios transeúntes más, pero la actitud de ellos fue idéntica. Bromeamos acerca de que era un lugar habitado por sordo-mudos-ciegos, y nos reímos con la ocurrencia.
           
Vistas las circunstancias, seguimos paseando por la ciudad, que se nos antojaba muy extraña dada la carencia de muchas de las cosas que son imprescindibles para el correcto funcionamiento de una concentración humana, por pequeña que sea.
            Nuestro asombro fue creciendo cuando observamos un rótulo (el primero que habíamos visto) que estaba escrito con caracteres rúnicos y que, obviamente, no pudimos descifrar.
De repente, Jose Manuel, uno de nuestros amigos, nos dijo:
-          Me esperan, tengo que irme.
Y corriendo como alma que lleva el diablo, se dirigió hacía un parque arbolado que había cerca. Le seguimos en carrera, llamándole e intrigados por su impropia reacción, pero, una vez llegados a la arboleda, no pudimos encontrarlo, parecía habérselo tragado la tierra. Le llamamos varias veces, pero todo fue inútil.
Cuando decidimos no seguir buscando, divisamos a los lejos a nuestros dos compañeros que nos acompañaban, pero que en el momento que nos perdimos no estaban con nosotros. Eran Fernando y Jose María. Nos saludamos y nos abrazamos. De repente, José María hizo lo propio y corrió hacía el parque arbolado, desapareciendo de la misma forma que lo hizo antes José Manuel.
Todo era muy extraño, y no encontrábamos explicación para nada. Decidimos recorrer aquella singular población en busca de alguna ayuda práctica. Un teléfono, una comisaría de policía, una iglesia…. Observábamos cosas que nos resultaban inexplicables.
Uno del grupo llevaba un reloj y comentó que parecía haberse descompuesto, ya que señalaba las tres de la tarde, pero sin embargo estaba funcionando. Recorríamos las calles y, pese a ser noche cerrada, la afluencia de transeúntes era notable. Ninguno parecía dirigirnos la mirada, era como si no nos vieran. Aunque les gritáramos y nos situáramos delante de ellos, parecían no vernos. Hablamos de permanecer juntos los tres a todo trance, ya que dos habían desaparecido y no habíamos vuelo a verlos.


            Llevábamos dos horas caminando, bajo las luces rosadas y brumosas, y no teníamos ninguna urgencia por beber ni por comer ni descansar. El hecho de no saber dónde nos encontrábamos y de no conseguir localizar ayuda alguna no nos preocupaba y hablábamos desenfadadamente de cosas triviales y frívolas. Pedro, uno de nosotros, se detuvo, miró al cielo y luego se giró y comenzó a correr en dirección contraria a la del grupo. Nos gritó:
-          Me llaman. Debo acudir de inmediato.
Nos quedamos estupefactos, y desistimos de seguirle, pensando que aquella anormalidad podría ser explicada más tarde de manera lógica, si bien como todo aquello era anormal, las extravagancias en ese ambiente también debían ser consideradas como normales.
Seguimos caminando y al doblar una esquina contemplamos un enorme edificio blanco y resplandeciente, flanqueado por dos enormes torres acabadas en punta. La construcción recordaba a una iglesia o catedral, pero su singularidad era notable: despedía luz y parecía estar construída con extraños materiales más etéreos que sólidos y resistentes. Decidimos entrar. El interior era sobrecogedor, pues parecía ser inmenso, infinito. No divisábamos el techo y olía a pureza y a santidad. Caminamos por la nave principal guiados por un fulgor inenarrable que procedía del final de la construcción. Pero nuestro camino fue interrumpido de repente porque nuestros otros tres compañeros estaban allí, acompañados de un señor de de edad incalculable y vestido por una luz cegadora.
Mudos de asombro, aquella visión celestial se aproximó a nosotros y nos tocó con sus manos.
-          Juntos al fín – dijo en tono solemne. Estabais perdidos entre los dos mundos, y aquí estáis todos, juntos y en paz.
Nos miramos extrañados, y uno de nuestros compañeros desaparecidos nos dijo:
-          Hemos llegado al mundo de las almas, del espíritu. Aquí solo hay paz y sosiego; no existe el dolor ni la tristeza. Acercaos y ved el mundo que hemos dejado.

Miramos al frente y vimos la Playa de la Concha. Estaban allí nuestros familiares llorando y nuestros cuerpos, sobre la arena, cubiertos por mantas térmicas. Comprendimos la situación de inmediato: habíamos muerto en la mar y rescatados nuestros cadáveres, yacíamos en paz y nuestras almas habían arribado a su lugar original.
-          Vuestros seres queridos os lloran, pero así ha sido, y seguirá siendo. Vuestros cuerpos, una vez cumplida su misión en la tierra,  servirán para sustentar la vida terrenal de otras almas que los ocuparán de inmediato, replicando el ciclo vital, y vuestras almas permanecerán aquí por toda la eternidad. Antes o después, volveréis a estar junto a vuestros seres queridos, porque ellos vendrán también.

*          *          *          *          *          *          *          *          *          *
            “Cinco jóvenes muertos en la Concha tras perderse en la mar de noche” “Recuperados los cuerpos de los cinco jóvenes en La Concha”. Todos los titulares de los periódicos se hacían eco de la noticia. San Sebastián decretó luto oficial y se celebro un funeral multitudinario en memoria de los cinco fallecidos.
-          Murieron de sed y agotamiento tras cuatro días en la mar –dijo el comandante Álvarez a los familiares de los fallecidos.  - Nadie dio la alarma antes, y cuando ustedes llamaron ya habían pasado tres días. Estaban en aguas españolas, muy lejos de la costa española y de la francesa. Les reitero mi más sentido pésame. Descansen en paz.
Y los familiares de los fallecidos volvieron a sus vidas con el inevitable pesar que este drama les había provocado. Desde el mundo de las almas, los jóvenes observaban su tristeza, deseosos de aliviarla, pero impedidos por ese infinito trecho que separa los dos mundos, pero que algunos mortales tienen el don de poder conectar con ese lugar.

Y así permanecieron en aquel paradisíaco lugar, felices, sosegados, en infinita paz del espíritu y apartados para siempre de la dolorosa vida terrena.                   

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