DE LOS BRAZO DE MORFEO A LO
DESCONOCIDO
(Un relato onírico)
Serían las seis de la tarde de un
caluroso día de julio, en la playa de la Concha en San Sebastián, cuando después de una copiosa comida y de
ingerir una buena cantidad de cerveza, nos tumbamos sobre nuestros colchones
hinchables, tapamos nuestros ojos con una toalla, (ya que el sol era deslumbrante
y estaba casi en su cénit) y, así, de tan placentera suerte, caímos inevitablemente en los brazo de Morfeo.
Mientras, la mar manejaba nuestro rumbo de forma
caprichosa y carente de rumbo fijo. Y durante nuestro apacible sueño, que por
tranquilo y agradable, duró unas cuatro horas,
flotamos en la mar salada, al albur de las mareas.
Al despertar, el soleado día se había tornado en crepúsculo,
y la noche acechaba con su pronta presencia. Me incorporé un poco sobre el
colchón, y divisé a pocos metros de mí a otros dos compañeros. Los llamé con
una fuerte voz, y ambos, remolones en el despertar, respondieron a mi llamada.
Nos acercamos los tres lo más posible.
Comprobamos que faltaban dos: Fernando y Josema, pero tomamos conciencia de que
estábamos perdidos en mitad del océano y que, sin sol, no teníamos referencia
para orientarnos. Las estrellas ni la luna habían aparecido aún.
Conforme la noche se acercaba, pudimos
intuir una luminosidad en una determinada dirección, y pensamos que allí debía
estar la ciudad costera en la que pasábamos nuestras vacaciones.
Pegamos nuestras barrigas al colchón y, con
los brazos, comenzamos a remar en la dirección que nos parecía la más
apropiada, es decir, en el sentido en el que nos marcaba el resplandor
luminiscente.
Así estuvimos unas horas. El esfuerzo era
considerable, ya que la noche caía sin remisión, pero la evidencia de que el
resplandor era cada vez más cercano nos animaba en nuestros esfuerzos.
No obstante, y debido a las corrientes
marítimas, se nos hacía complicado avanzar, y la sed y la debilidad comenzaron
a hacer mella en nuestros cuerpos. Solo nos animaba aquella supuesta cercanía
al resplandor que las luces de la ciudad costera producían en las sombras de la
noche oceánica.
El frío comenzó a ser un serio
inconveniente, y nos cubrimos un poco con las toallas que habíamos usado para
protegernos del sol unas horas antes.
Decidimos dejar de esforzarnos y descansar
un rato, y así nos tumbamos sobre el colchón, cayendo todos en un profundo
sueño que duró hasta el anochecer siguiente. Cuando despertamos el resplandor
estaba más cerca, así que dedujimos que las olas nos habían acercado a la costa
y, débiles y sedientos, comenzamos a remar con los brazos en la dirección del
resplandor.
Pasó mucho tiempo hasta que llegamos los
tres a la costa de aquella población. Dos de nuestros compañeros no estaban, y
tampoco sabíamos de ellos, pero en la arenosa playa pudimos observar dos
colchones inflados aún, y los reconocimos como suyos. Era muy posible que
hubieran llegado antes que nosotros.
Nos sentamos en la orilla y comentamos la
curiosidad que suponía el hecho cierto y común de que no experimentásemos ni
sed ni hambre ni cansancio alguno, y sí una contenida euforia que nos hacía ver
la negra mar nocturna como algo singularmente bello. Nos levantamos y nos
dirigimos al pueblo.
Por lo que pudimos deducir, aquella ciudad
no era la que buscábamos. El mar besaba suavemente la línea de costa, y tras la
playa pudimos observar un pequeño y coqueto paseo marítimo y, al fondo,
una ciudad alumbrada por unas luces que
daban la sensación de bruma, de tono rosado y, además, muy acogedora.
Comenzamos a pasear para ubicarnos y
solicitar algún tipo de ayuda ya que, en rigor, nos encontrábamos perdidos.
Calculamos que debían ser las cuatro o las
cinco de la mañana, y que no era una hora propicia para nuestro cometido. Pero,
sin embargo, no estábamos cansados ni hambrientos y una euforia contenida
predominaba en nuestros espíritus.
Abordamos el paseo marítimo, caminando con
pausa, sin prisas de ningún tipo. Observamos que, cruzando una pequeña
carretera, el pueblo tomaba forma. Pudimos ver los primeros edificios y unas
calles largas y angostas que, seguramente, nos llevarían al centro de la
ciudad.
Mientras caminábamos, hacíamos suposiciones
e hipótesis sobre nuestra ubicación real. Habíamos partido de la playa de la
Concha en San Sebastián, y creíamos estar, como muy lejos, en las costas
atlánticas de Francia. Por suerte, todos nos defendíamos en la lengua francesa.
Localizamos a un par de peatones, un
matrimonio de edad adulta, que caminaban cogidos de la mano y en completa
relajación. Nos dirigimos a ellos:
-
Pardonez vous. Nous sommes spagnols et maintenat nous ne
savons pas oú est-ce que nous sommes. Pouves vous-nos aider? Síl vous plaît?
Los interpelados parecieron ignorarnos. Como
si no nos hubieran visto. Siguieron su camino sin dar la más mínima muestra de
haber oído nuestra petición. Lo intentamos con varios transeúntes más, pero la
actitud de ellos fue idéntica. Bromeamos acerca de que era un lugar habitado
por sordo-mudos-ciegos, y nos reímos con la ocurrencia.
Vistas las circunstancias, seguimos paseando
por la ciudad, que se nos antojaba muy extraña dada la carencia de muchas de
las cosas que son imprescindibles para el correcto funcionamiento de una
concentración humana, por pequeña que sea.
Nuestro asombro fue creciendo cuando
observamos un rótulo (el primero que habíamos visto) que estaba escrito con
caracteres rúnicos y que, obviamente, no pudimos descifrar.
De repente, Jose Manuel, uno de nuestros
amigos, nos dijo:
-
Me esperan, tengo que irme.
Y corriendo como alma que lleva el diablo,
se dirigió hacía un parque arbolado que había cerca. Le seguimos en carrera,
llamándole e intrigados por su impropia reacción, pero, una vez llegados a la
arboleda, no pudimos encontrarlo, parecía habérselo tragado la tierra. Le
llamamos varias veces, pero todo fue inútil.
Cuando decidimos no seguir buscando,
divisamos a los lejos a nuestros dos compañeros que nos acompañaban, pero que
en el momento que nos perdimos no estaban con nosotros. Eran Fernando y Jose María.
Nos saludamos y nos abrazamos. De repente, José María hizo lo propio y corrió
hacía el parque arbolado, desapareciendo de la misma forma que lo hizo antes
José Manuel.
Todo era muy extraño, y no encontrábamos
explicación para nada. Decidimos recorrer aquella singular población en busca
de alguna ayuda práctica. Un teléfono, una comisaría de policía, una iglesia….
Observábamos cosas que nos resultaban inexplicables.
Uno del grupo llevaba un reloj y comentó que
parecía haberse descompuesto, ya que señalaba las tres de la tarde, pero sin
embargo estaba funcionando. Recorríamos las calles y, pese a ser noche cerrada,
la afluencia de transeúntes era notable. Ninguno parecía dirigirnos la mirada,
era como si no nos vieran. Aunque les gritáramos y nos situáramos delante de
ellos, parecían no vernos. Hablamos de permanecer juntos los tres a todo
trance, ya que dos habían desaparecido y no habíamos vuelo a verlos.
Llevábamos dos horas caminando, bajo
las luces rosadas y brumosas, y no teníamos ninguna urgencia por beber ni por
comer ni descansar. El hecho de no saber dónde nos encontrábamos y de no
conseguir localizar ayuda alguna no nos preocupaba y hablábamos
desenfadadamente de cosas triviales y frívolas. Pedro, uno de nosotros, se
detuvo, miró al cielo y luego se giró y comenzó a correr en dirección contraria
a la del grupo. Nos gritó:
-
Me llaman. Debo acudir de inmediato.
Nos quedamos estupefactos, y desistimos de
seguirle, pensando que aquella anormalidad podría ser explicada más tarde de
manera lógica, si bien como todo aquello era anormal, las extravagancias en ese
ambiente también debían ser consideradas como normales.
Seguimos caminando y al doblar una esquina
contemplamos un enorme edificio blanco y resplandeciente, flanqueado por dos
enormes torres acabadas en punta. La construcción recordaba a una iglesia o
catedral, pero su singularidad era notable: despedía luz y parecía estar
construída con extraños materiales más etéreos que sólidos y resistentes.
Decidimos entrar. El interior era sobrecogedor, pues parecía ser inmenso,
infinito. No divisábamos el techo y olía a pureza y a santidad. Caminamos por
la nave principal guiados por un fulgor inenarrable que procedía del final de
la construcción. Pero nuestro camino fue interrumpido de repente porque
nuestros otros tres compañeros estaban allí, acompañados de un señor de de edad
incalculable y vestido por una luz cegadora.
Mudos de asombro, aquella visión celestial
se aproximó a nosotros y nos tocó con sus manos.
-
Juntos al fín – dijo en tono solemne. Estabais
perdidos entre los dos mundos, y aquí estáis todos, juntos y en paz.
Nos miramos extrañados, y uno de nuestros
compañeros desaparecidos nos dijo:
-
Hemos llegado al mundo de las almas, del
espíritu. Aquí solo hay paz y sosiego; no existe el dolor ni la tristeza. Acercaos
y ved el mundo que hemos dejado.
Miramos al frente y vimos la Playa de la
Concha. Estaban allí nuestros familiares llorando y nuestros cuerpos, sobre la
arena, cubiertos por mantas térmicas. Comprendimos la situación de inmediato:
habíamos muerto en la mar y rescatados nuestros cadáveres, yacíamos en paz y
nuestras almas habían arribado a su lugar original.
-
Vuestros seres queridos os lloran, pero así
ha sido, y seguirá siendo. Vuestros cuerpos, una vez cumplida su misión en la
tierra, servirán para sustentar la vida
terrenal de otras almas que los ocuparán de inmediato, replicando el ciclo
vital, y vuestras almas permanecerán aquí por toda la eternidad. Antes o
después, volveréis a estar junto a vuestros seres queridos, porque ellos
vendrán también.
* * * * * * * * * *
“Cinco jóvenes muertos en la Concha
tras perderse en la mar de noche” “Recuperados los cuerpos de los cinco jóvenes
en La Concha”. Todos los titulares de los periódicos se hacían eco de la
noticia. San Sebastián decretó luto oficial y se celebro un funeral
multitudinario en memoria de los cinco fallecidos.
-
Murieron de sed y agotamiento tras cuatro
días en la mar –dijo el comandante Álvarez a los familiares de los fallecidos. - Nadie dio la alarma antes, y cuando ustedes
llamaron ya habían pasado tres días. Estaban en aguas españolas, muy lejos de
la costa española y de la francesa. Les reitero mi más sentido pésame.
Descansen en paz.
Y los familiares de los fallecidos volvieron
a sus vidas con el inevitable pesar que este drama les había provocado. Desde
el mundo de las almas, los jóvenes observaban su tristeza, deseosos de
aliviarla, pero impedidos por ese infinito trecho que separa los dos mundos,
pero que algunos mortales tienen el don de poder conectar con ese lugar.
Y así permanecieron en aquel paradisíaco
lugar, felices, sosegados, en infinita paz del espíritu y apartados para
siempre de la dolorosa vida terrena.
No hay comentarios:
Publicar un comentario